El pasado domingo 22 de noviembre de 2015, la Iglesia celebró la solemnidad
de Jesucristo, Rey del Universo, último domingo del Tiempo Ordinario.
Esta solemnidad fue instituida por Pío XI mediante la Encíclica Quas primas, publicada el 11 de
diciembre de 1925, con el fin de afirmar en una sociedad, cada vez más secularizada,
la soberanía de Cristo.
En la encíclica, el Papa fijaba la fiesta para el último domingo de
octubre, con estas palabras: Por tanto, con nuestra autoridad
apostólica, instituimos la fiesta de nuestro Señor Jesucristo Rey, y decretamos
que se celebre en todas las partes de la tierra el último domingo de octubre,
esto es, el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos los
Santos[2].
Sin embargo, desde la reforma litúrgica del Vaticano II, con la publicación
del Motu Proprio que aprobaba la NUAL[3]
y el Calendario, en 1969, la solemnidad se
trasladó al último domingo del Tiempo Ordinario, como colofón al Año Litúrgico.
Pero no sólo se cambió de fecha, sino que también se le dio un aire nuevo:
del cierto carácter militar, de soberanía y victoria se ha pasado a celebrar un
reino de paz y de amor, de un reinado en el corazón del hombre. Jesucristo ha
venido a instaurar un reino de justicia, paz y santidad.
Y podemos
preguntarnos ¿por qué la Iglesia instituyó esta solemnidad? El momento
histórico en el que se creó fue dentro de un año jubilar y en el XVI Centenario del Concilio de Nicea. El Papa
manda que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, para poner un remedio eficacísimo a la
peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros
tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos[4]. La institución de la fiesta tiene, pues, una finalidad pedagógica
espiritual: ante el avance del ateísmo y de la secularización, el Papa quería afirmar la soberana autoridad de
Cristo sobre los hombres y sus instituciones.
Como respuesta a
ese laicismo que ya comenzaba a ser llamativo, el Papa respondió con la
afirmación de la supremacía de Cristo Rey. Cristo reina ahora y siempre. La
solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, sintetiza el misterio de la
salvación. Cristo es el Rey del universo y de la historia. La fiesta invita a
ver a Cristo como el centro de la vida cristiana y como Señor del mundo. Es,
pues, una fiesta de hondo contenido teológico.
Y tuvo sus
detractores, que la consideraban innecesaria, dado que la fiesta se celebraba
ya, implícitamente, en Epifanía, Pascua y Ascensión, que son también fiestas de
Cristo Rey.
Como
adelantamos, la fiesta, en la nueva
liturgia renovada del Vaticano II ha sido reinterpretada, dándole un sentido
más cósmico y escatológico, y se ha
ampliado y enriquecido el sentido de rey, incluyendo todo el universo y
cambiando el título original y oscuro ─Fiesta de Cristo Rey─ , alumbrando de
este modo a toda la creación[5].
Es un Reino de misericordia para un mundo cada
vez más inmisericorde, y de amor hacia todos los hombres por encima de ópticas
particularistas. Es el Reino que merece la pena desear.
En los aspectos
litúrgicos, el leccionario nos proporciona la teología bíblica de la
solemnidad. Con el triple ciclo de lecturas dominicales ─ciclos A, B o C─, nueve en total, se profundiza en
el sentido de la realeza de Cristo.
Los Evangelios son muy
apropiados: en el ciclo A se nos presenta a Cristo como pastor de la humanidad
y juez de vivos y muertos[6];
en el ciclo B Jesús, ante Pilatos, afirma que su reino no es de este mundo[7];
en el ciclo C Jesús se nos muestra en la Cruz, con la inscripción de Rey de los
Judíos[8].
El color que la
liturgia dispone para la solemnidad es el blanco.
La misa tiene antífonas
y oraciones propias, incluido su prefacio, que se atribuye al papa Pío XI[9]. La
oración colecta denota claramente el cambio de orientación en la fiesta: de
pedir que todos los pueblos se sometan al suavísimo imperio del reino de
Cristo, ahora se pide a Dios que toda la
creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu majestad y te
glorifique sin fin[10].
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