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27.10.07

LA SEÑAL DE LA CRUZ

Los cristianos hacemos con frecuencia la señal de la cruz sobre nuestras personas o nos la hacen otros ministros, como en el caso del bautismo, de la confirmación, de la penitencia y de las bendiciones. Este acto se llama signarse, persignarse o también santiguarse si es más reducido.
Es un gesto sencillo pero lleno de significado.

La señal de la cruz es una confesión de nuestra fe: Dios nos ha salvado en la cruz de Cristo. Es un signo de pertenencia, de posesión. Al hacer sobre nuestra persona esta señal es como si dijéramos: estoy bautizado, pertenezco a Cristo, él es mi Salvador, la cruz de Cristo es el origen y la razón de ser de mi existencia cristiana.
El primero que hizo la «señal de la cruz» fue el mismo Cristo, que «extendió sus brazos en la cruz» (Prefacio de la Plegaria Eucarística segunda) y «sus brazos extendidos dibujaron entre el cielo y la tierra el signo imborrable de tu Alianza» (Plegaria Eucarística primera de la Reconciliación). Si en el AT se hablaba de los marcados por el signo de la letra «tau», en forma de cruz (Ez 9,4-6) y el Apocalipsis también nombra la marca que llevan los elegidos (Ap 7,3), nosotros, los cristianos, al trazar sobre nuestro cuerpo el signo de la cruz nos confesamos como la comunidad de los seguidores de Cristo, que nos salvó en la cruz.

Las formas actualmente son dos. Al principio parece que era costumbre hacerla sólo sobre la frente. Luego se extendió poco a poco las dos formas que conocemos: hacer la triple cruz pequeña (persignarse) en la frente, en la boca y el pecho, como en el caso de la escucha del evangelio o hacer la gran cruz (santiguarse) desde la frente al pecho y desde el hombro izquierdo al derecho.
Para persignarnos se usa el dedo pulgar de la mano derecha que hace la señal de la cruz en la frente, sobre los labios y en el pecho. Mientras nos persignamos decimos "Por la señal de la Santa cruz, de nuestros enemigos libranos Señor Dios Nuestro”. La gran cruz (santiguarse) se hace desde la frente al pecho y desde el hombro izquierdo al derecho mientras se dice solamente : "En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén". En latín "In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen." En algunos países es costumbre besar al final el dedo pulgar, que ha formado una cruz con el índice.
Al entrar en el templo, los cristianos tenemos la costumbre de santiguarnos con el agua bendita de la pila, como recuerdo de nuestro bautismo. También hay quienes, acertadamente, lo hacen al cruzarse ante un templo o capilla ya que en el templo, en el sagrario, está la presencia real de Cristo.
En la celebración litúrgica hay algunos momentos en los que la señal de la cruz cobra un especial sentido
* Así, en la misa nos santiguamos con la gran cruz al comienzo de la misma junto al sacerdote diciendo: «En el nombre del Padre...». También al disponernos a escuchar el evangelio, al oír las palabras: “Lectura del Santo Evangelio...” En este caso hacemos la triple cruz. El sacerdote también hace la señal sobre el Evangelio y después se signa él. Al recibir la bendición –deberíamos tener la cabeza inclinada– también nos santiguamos con la gran cruz. Sólo el obispo hace la señal de la cruz tres veces cuando da la bendición al final de la misa o en otros ritos. Es costumbre de algunos fieles santiguarse antes de comulgar.
El sacerdote también hace la señal de la cruz sobre las ofrendas durante la Plegaria eucarística.
* en la Liturgia de las Horas, al comienzo del rezo de cada hora y al inicio de los cánticos evangélicos. Cuando la hora matutina empieza con «Señor, ábreme los labios», nos hacemos la señal de la cruz en la boca;
* en el sacramento de la Penitencia, el ministro traza la señal de la cruz sobre el penitente al decir «yo te absuelvo de tus pecados...», y el penitente hace otro tanto al recibir la absolución;
* en la Confirmación el obispo traza una cruz con el santo crisma en la frente de los confirmandos;
* especial importancia tiene la señal de la cruz en el Bautismo, cuando el sacerdote y los padres y padrinos signan al recién bautizado en la frente. El sacerdote signa al bautizado con la señal de Cristo Salvador.
* las bendiciones sobre cosas y personas se suelen expresar con la señal de la cruz. Cuando el sacerdote bendice al pueblo o a algún objeto hace la señal de la cruz, una vez, con su mano derecha, sobre la persona u objeto a bendecir.
Jesús Luengo Mena

21.10.07

LA PLEGARIA EUCARÍSTICA

La Plegaria Eucarística, también llamada anáfora o canon, es la oración central de la Misa, que el presidente proclama en nombre de toda la comunidad. Es el ápice de la celebración. En esta parte se llega a la máxima plenitud de expresión la acción de gracias y la alabanza. Es una oración de bendición que consta de los siguientes elementos:
- La acción de gracias del Prefacio
- La aclamación del Sanctus
- La epíclesis o invocación al Espíritu Santo
- El relato de la institución y la consagración
- La anámnesis o memorial
- La obligación
- Las intercesiones
- La doxología final

Comienza con un bellísimo diálogo introductorio entre sacerdote y pueblo. El sacerdote saluda al pueblo con “El Señor esté con vosotros” respondiendo el pueblo “Y con tu espíritu”. A continuación se nos invita a la alegría: “Levantemos el corazón” –sursum corda– y el pueblo contesta “Lo tenemos levantado hacía el Señor”. Ahora el sacerdote nos invita a dar gracias: “Demos gracias al Señor, nuestro Dios” y le respondemos con un “Es justo y necesario”. El sacerdote toma nuestra última afirmación, ratificándola, y comienza el prefacio con las misma palabras: “En verdad es justo y necesario –tenéis razón–, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar...”.
El prefacio es una alabanza a Dios Padre. Existen muchos prefacios, propios de cada tiempo litúrgico, fiestas y solemnidades. Algunas Misas lo tienen propio. En cualquier caso son siempre piezas bellísimas, que deben oírse siempre con gran atención para apreciar su riqueza teológica y poética.
A continuación viene el Sanctus, aclamación al Señor que siempre debería cantarse. Con esta aclamación nos asociamos a los ángeles y a todo el cosmos en la alabanza a Dios.
En la epíclesis o invocación al Espíritu Santo se pide para que transforme los dones del pan y el vino. Menos la Plegaría I –llamada Canon romano– las demás contienen dos epíclesis: una antes y otra después de la consagración. Continua con el relato de la institución y la consagración, repitiendo las mismas palabras que Jesús pronunció en la Última Cena. Estas palabras son siempre las mismas en todas las plegarias eucarísticas y sería una acción grave cambiarlas por otras. La anámnesis o memorial hace memoria de la donación de Jesús (muerte y resurrección), segunda epíclesis y se termina con las intercesiones (pidiendo por la Iglesia, por los difuntos, por nosotros). Se remata con la llamada doxología final: “Por Cristo, con Él y en Él...” que debe ser pronunciada sólo por el presidente y los concelebrantes, si los hubiera.
¿Cómo participa el pueblo en la Plegaria eucarística? Además de oírla atentamente y sumarse a ella, el pueblo va subrayando con sus aclamaciones los diversos momentos de la oración.
Así, tras la alabanza al Padre del Prefacio el pueblo entona el Sanctus, tras la memoria pascual de Cristo se subraya con “Anunciamos tu muerte y proclamamos tu resurrección. Ven Señor Jesús” u otras de las que propone el Misal. Finalmente, el pueblo remata con un rotundo AMEN la doxología final. No es amen borreguil, es una amen de afirmación, de sumarse con una rúbrica a toda la oración que acaba de proclamarse. Es un amen que compromete. Se cuenta que en los primeros siglos del cristianismo este amen más que decirse se gritaba por parte del pueblo como signo de aceptación. Es, sin duda, el amen más importante de la Misa.
Hasta la reforma litúrgica del Vaticano II en la misa tridentina sólo existía una Plegaria Eucarística, la ahora denominada con el número I (Canon romano). Hoy día hay cuatro formularios (incluida la anterior) que son las más usadas aunque existen otras para ocasiones especiales (misas con niños, reconciliación, etc). En cualquier caso esta plegaria no puede inventarse por parte de los sacerdotes y son las Conferencias episcopales de cada país las autorizadas a introducir nuevas.
Jesús Luengo Mena, Lector instituido

13.10.07

VENI, CREATOR SPÍRITUS (CANTO AL ESPÍRITU SANTO)

Veni, Creator Spiritus, mentes
tuorum visita. Imple superna
gratia quae tu creasti pectora

Qui diceris Paraclitus, Altissimi
donum Dei, fons vivus, ignis,
caritas, et spiritalis unctio.

Tu septiformis munere, digitus
paternae dexterae, tu rite
promissum Patris, sermone ditans
guttura.

Accende lumen sensibus, infunde
amorem cordibus, infirma nostri
corporis, virtute firmans perpeti.

Hostem repellas longius,
pacemque dones protinus, ductore
sic te praevio, vitemus omne
noxium.

Per te sciamus da Patrem,
noscamus atque Filium, teque
utriusque Spiritum credamus omni
tempore.

Deo Patri sit gloria, et Filio qui a
mortuis surrexit, ac Paraclito in
saeculorum saecula. Amen

Ven Espíritu creador; visita las almas de tus fieles. Llena de la divina gracia los corazones que Tú mismo has creado.
Tú eres nuestro consuelo, don de Dios altísimo, fuente viva, fuego, caridad y espiritual unción.
Tú derramas sobre nosotros los siete dones; Tú el dedo de la mano de Dios, Tú el prometido del Padre, pones en nuestros labios los tesoros de tu palabra.
Enciende con tu luz nuestros sentidos, infunde tu amor en nuestros corazones y con tu perpetuo auxilio, fortalece nuestra frágil carne.
Aleja de nosotros al enemigo, danos pronto tu paz, siendo Tú mismo nuestro guía evitaremos todo lo que es nocivo.
Por Ti conozcamos al Padre y también al Hijo y que en Ti, que eres el Espíritu de ambos, creamos en todo tiempo.
Gloria a Dios Padre y al Hijo que resucitó de entre los muertos, y al Espíritu Consolador, por los siglos infinitos. Amén.

7.10.07

EL DOMINGO

El domingo es el día del Señor, Pascua semanal. La palabra domingo viene del latín «dominicus», «dominica dies», Día del Señor. Es el nombre que por primera vez da el Apocalipsis –kyriake hemera– al que hasta entonces se llamaba “día primero después del sábado” o sea, al día en que resucitó Cristo Jesús.
A lo largo de los veinte siglos de su historia, la Iglesia no ha dejado nunca de celebrar este día como día pascual semanal. A partir del siglo IV, con la paz de Constantino, se le fue añadiendo además el aspecto del descanso laboral, que antes no tenía

“La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio cada ocho días, en el día que es llamado, con razón, día del Señor o domingo. En ese día los, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos. Por esto, el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo” (SC 106).

No hay ninguna fiesta más importante que el domingo y entre ellos el domingo pascual, eje del año litúrgico. En rigor, todos los domingos del año son domingos pascuales, pascua semanal. La Iglesia desde el S. V ha impuesto la obligación de santificar el día del Señor, día que comienza en las Vísperas, o sea, en la tarde anterior (sábado) siguiendo la costumbre judía de contar los días. Por este motivo la misa vespertina del sábado "vale" para cumplir el precepto dominical porque en rigor ya es domingo (CDC 1247-1248).
Además el domingo, fiesta primordial de precepto, (CDC 1246) y fundamento y núcleo de todo el año litúrgico solamente cede su celebración a las solemnidades y fiestas del Señor excepto en los domingos de Adviento, Cuaresma y Pascua que tienen precedencia sobre todas las fiestas y solemnidades, que de coincidir deben ser celebradas el sábado anterior (NUAL nº 5).
De hecho, las solemnidades se equiparan en su celebración a los domingos y no al revés: comienzan en las vísperas, tienen tres lecturas, Credo y Gloria, como los domingos.
También los domingos tienen su propio ciclo del Leccionario (años A, B y C).
Jesús Luengo Mena

3.10.07

EL RITO TRIDENTINO DE LA MISA ¿UN PASO ATRÁS?

A la vista de la polémica que la autorización, siempre considerado como extraordinario, del rito tridentino me gustaría aclarar algunas cuestiones que, seguramente sin mala intención pero sí con algunas dosis de ignorancia, se están escribiendo sobre este tema.

En primer lugar esta autorización del Motu Propio “Summorum Pontificum” lo que hace es levantar las restricciones al uso de ese rito, que nunca ha estado prohibido.
¿Y porqué levanta las restricciones? Pues porque grupos de católicos, como nosotros, consideran que ese rito es tan válido como el actual y lo prefieren. El rito no debe ser motivo de ruptura ni de alejamiento de la comunión eclesial . La Misa siempre es la misma: sacrificio y misterio de nuestra salvación. Nadie piense que a partir de ahora la Misa vuelve a ser en latín ni que los sacerdotes se van a reconvertir en masa al rito tridentino. Siempre serán casos aislados, legítimos y tan respetables como el rito ordinario y cuando los fieles lo pidan expresamente. No hay marcha atrás ni marcha adelante: es otra opción. En días de pluralismo no parece razonable criticarlo desde una perspectiva supuestamente progresista.

En segundo lugar y hablo en general me parece desproporcionada la reacción a esta autorización, por parte de algunos medios de comunicación, más aún cuando viene de personas que ni pertenecen ni están en la comunión eclesial ni asisten a actos de culto ¡Qué gran preocupación se observa entre los que precisamente no quieren saber nada de la Iglesia y a los que no les afecta para nada! Más de un artículo en prensa he leído claramente malintencionado. El rito tridentino no puede ni debe ser demonizado ni descalificado radicalmente. En ese rito rezaron y dieron culto al Señor durante cientos de años millones y millones de hermanos nuestros que nos precedieron en la fe.

En tercer lugar aclararé dos cuestiones, las más criticadas, que veo que son recurrentes: el uso del latín y la postura del sacerdote. El latín es la lengua oficial de la Iglesia y todos los documentos vaticanos (encíclicas, cartas apostólicas, decretos, etc) se publican en latín y luego o simultáneamente se traducen a las lenguas vernáculas. Si hoy se considera como una riqueza la variedad de lenguas y se fomenta su uso a ver si ahora va a resultar que todas las lenguas son una riqueza menos el latín, lengua que se usó durante cerca de mil años en casi toda Europa.
En lo referente a la postura del sacerdote, de espaldas al pueblo casi toda la Misa, no debe interpretarse como un acto de menosprecio ni de indiferencia del sacerdote hacia el pueblo. El sentido litúrgico que tiene es que el sacerdote adopta la misma dirección que tiene el pueblo: todos, sacerdote y pueblo, miran al Oriente, lugar hacia donde debe estar orientada la cabecera de la iglesia (como simbolismo de Cristo, sol naciente que trae al mundo la luz y la salvación).
Termino: el rito ordinario, del Vaticano II, va seguir siendo el mayoritariamente empleado, es el que va más con los tiempos actuales, es más pastoral y en el que yo, salvo alguna excepción, seguiré participando en la Misa. Pero el rito tridentino supone una riqueza cultual y litúrgica y su autorización hace desaparecer un motivo de alejamiento de algunos hermanos. Otros puntos de vista pueden ser respetables pero no cabe ver intenciones ocultas ni fantasmas inexistentes. El Vaticano II supuso un gran avance para la Iglesia y en ello estamos. Pero lo cortés no quita lo valiente.
Jesús Luengo Mena

1.10.07

EL SAGRARIO

El «sagrario» o «tabernáculo» es un pequeño recinto, a modo de caja o armario, donde se guarda la Eucaristía después de la celebración para que pueda ser llevada a los enfermos o puedan comulgar fuera de la misa los que no han podido participar en ella.
La palabra «sagrario» ya indica que es el lugar donde se guarda lo sagrado. «Tabernaculum» en latín significa «tienda de campaña»: de ahí la fiesta de los Tabernáculos o de las Tiendas de Israel, y sobre todo la «tienda del encuentro» que era su punto de referencia a lo largo de la travesía del desierto. Ahora, la verdadera «tienda» es Cristo mismo (Hb 9,11.24), el Verbo que se ha hecho carne y ha plantado su tienda entre nosotros (Jn 1,14).
En los primeros siglos se guardaba la Eucaristía en casas particulares, con sumo respeto. A partir del S. XI se colocaba en un sagrario encima del altar.
Hoy día el sagrario no se coloca sobre el altar: «la presencia eucarística de Cristo, fruto de la consagración, y que como tal debe aparecer en cuanto sea posible, no se tenga ya desde el principio por la reserva de las especies sagradas en el altar en que se celebra la misa» (ROCE 6: E 986). La Eucaristía se reserva en un solo sagrario en cada iglesia u oratorio, colocado en un lugar noble y destacado, convenientemente adornado, fijado permanentemente sobre un altar, pilar, o bien empotrado en la pared o incorporado al retablo. Debe estar construido de materia sólida (pueden ser metales preciosos como oro, plata, metal plateado, madera, cerámica y similares) y no transparente, cerrado con llave, en un ambiente que haga fácil la oración personal fuera del momento de la celebración, y por tanto mejor en una capilla separada (capilla sacramental).
Sería un grave abuso colocar el sagrario en una capilla o lugar al fondo de la iglesia o detrás de los asientos de los fieles. Para que sea un lugar muy destacado o distinguido debe poder ser visto desde la nave y ser fácilmente localizable.
Es costumbre colocar un corporal dentro y recubrir sus paredes externas con un tejido rico o con oro (conopeo).
Junto al sagrario luce constantemente una lámpara, con la que se indica y honra la presencia de Cristo. La presencia del Señor en el sagrario se indica además, si es el modo determinado por la autoridad competente, por medio del conopeo (cf. IGMR 276-277; RCCE 9-11).
El conopero (del griego Konopeion) es una especie de velo o mosquitera a modo de tienda que cubre el sagrario. Su uso es facultativo y debe ser blanco o del color litúrgico del día, nunca negro. Este velo representa la tienda santa del Señor.
La lámpara que arde perpetuamente junto al sagrario debe estar alimentada con aceite o cera, nunca con otro combustible. Es preferible la luz natural pero el obispo puede autorizar una luz eléctrica.
En definitiva, el sagrario es, en palabras de Pablo VI, el corazón vivo de cada una de nuestras iglesias. Por esa razón, el espacio que rodea al sagrario debe conducir a la adoración y oración personal, con asientos, reclinatorios y libros de espiritualidad eucarísticos que ayuden a adorar a nuestro Señor.
Jesús Luengo Mena