En este artículo vamos a tratar sobre el entierro católico, en un mes en que el pueblo dedica especialmente a rezar y recordar a sus difuntos.
En
primer lugar hay que decir que, tanto la inhumación (del latín «in» (en) y «humus» (tierra) o
sepultura, así como la cremación son prácticas admitidas
por la Iglesia.
El Código de Derecho Canónico (CDC) dice que
Los fieles difuntos han de tener exequias eclesiásticas conforme al
derecho. Las exequias eclesiásticas, con las que la Iglesia obtiene
para los difuntos la ayuda espiritual y honra sus cuerpos, y a la vez
proporciona a los vivos el consuelo de la esperanza, se han de celebrar según
las leyes litúrgicas. La Iglesia aconseja vivamente que se conserve la
piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; sin embargo, no prohíbe
la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la
doctrina cristiana (CDC 1176).
La cremación no es pues algo simplemente tolerado, puesto que no es
intrínsecamente mala ni se exige causa justa para elegirla; pero la Iglesia
prefiere la inhumación. Así
pues, la Iglesia admite ambas formas, aunque aconseja la sepultura.
Otra
cuestión es la referida a los cementerios.
Son lugares sagrados aquellos que
se destinan al culto divino o a la sepultura de los fieles mediante la
dedicación o bendición prescrita por los libros litúrgicos (CDC 1205).
De ahí el nombre de «camposantos» a los cementerios debidamente bendecidos.
El
CDC, en cánones del 1240 al 1243 nos indica que
Donde sea posible, la Iglesia debe tener cementerios propios, o al menos un
espacio en los cementerios civiles bendecido debidamente, destinado a la
sepultura de los fieles. Si esto no es posible, ha de bendecirse
individualmente cada sepultura. Las parroquias y los institutos religiosos
pueden tener cementerio propio. También otras personas jurídicas o
familias pueden tener su propio cementerio o panteón, que se bendecirá a juicio
del Ordinario del lugar.
Y añade que No
deben enterrarse cadáveres en las iglesias, a no ser que se trate del Romano
Pontífice o de sepultar en su propia iglesia a los Cardenales o a los Obispos
diocesanos, incluso «eméritos».
Añadimos
que, hasta la construcción de cementerios en las afueras de las ciudades los difuntos solían
enterrarse en las plazas aledañas a las iglesias y, los que podían costeárselo,
generalmente nobles o burgueses adinerados, se enterraban en capillas propias
dentro de las iglesias instituyendo capellanías. Hoy día, la bella y loable
costumbre de acompañar al difunto desde su domicilio a la iglesia y,
posteriormente, al cementerio se mantiene en pequeñas localidades donde la
distancia entre la iglesia y el cementerio es asumible.
Un
tema espinoso es el referido a quién se debe denegar las exequias y la
sepultura eclesiástica.
El
Código de Derecho Canónico establece, en
los números 1184 y 1185 lo siguiente: Se
han de negar las exequias eclesiásticas, a no ser que antes de la muerte
hubieran dado alguna señal de arrepentimiento:
1) a los notoriamente apóstatas, herejes o
cismáticos;
2) a los que
pidieron la cremación de su cadáver por razones contrarias a la fe cristiana;
3) a los demás pecadores manifiestos, a
quienes no pueden concederse las exequias eclesiásticas sin escándalo público
de los fieles. En el caso de que surja alguna duda, hay que consultar al
Ordinario del lugar, y atenerse a sus disposiciones. Sigue
diciendo el Código que a quien ha sido
excluido de las exequias eclesiásticas se le negará también cualquier misa
exequial. Sin embargo, en este
caso se pueden decir misas privadas en sufragio de su alma, apelando a la
infinita misericordia de Dios.
En
el anterior Código se incluía entre las personas que no podían enterrase en
sagrado a los suicidas, prohibición que ya no aparece en el actual Código de
1983, lo que permite afirmar que un suicida puede recibir exequias
cristianas y enterramiento en camposanto.
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